Están siempre
moviéndose, siempre fluyendo, transportan cosas, traen y llevan sueños y
penas, cuerpos y almas. Se van
y se quedan. Una vez que caíste, o te dejas llevar o luchas contra su corriente.
Cruzan Londres, París, Buenos Aires, son
portadores de bonanza y catástrofe, capaces de abrir fronteras
pero también de separar porciones
de tierra y gente. Han sido motores para el desarrollo humano, creemos
haberlos “domesticado”, pero tan pronto
como prendemos la mirada en su caudal infinito, nos atracan las dudas y tenemos
la ligera sensación de pertenecer a un flujo más grande que nos traslada por el
tiempo y el espacio.
Él quisiera dejarse llevar, ser transportado
por Londres, París o Buenos Aires. Lo que más anhela es formar parte de ese flujo, o de cualquiera,
pero su cruel destino lo condenó a permanecer en perpetua quietud dentro del movimiento mismo.
Vegeta en las profundidades, vive preso al perímetro que ocupa su mísera
existencia.
Abre sus ojos:
alga, pez, agua, roca, planta, hoja, agua, basura, rama, barco, agua, agua, agua. Todo es efímero todo es
fugaz, lo único que sus ojos cansados pueden vislumbrar se escapa, se va para
nunca volver. Cuándo baja su
mirada sabe perfectamente lo que
encontrará pero ingenuo y optimista espera el día en que no lo vea más. Inspecciona lo
que algún día fue su cuerpo que ahora parece más un lúpulo pegado por una
infinidad de ramificaciones al fondo del
río. ¿Qué es él? ¿Qué fue? ¿Por qué vive confinado al fondo del río?
¿Quién lo puso ahí? Todas son preguntas
que él mismo olvidó, o tal vez nunca las supo.
¿Acaso toda condena purga un crimen? Atrapado
en el fondo del río vive él, ve todo
pasar, lo único que lo mantiene siempre expectante es el aguardo por su única amiga y amante, la
que es capaz de liberarlo momentáneamente de su prisión y darle un tiempo en la
superficie, la lluvia. Solo cuando está lloviendo él puede mover más que los
ojos, es capaz de desprenderse de las ramificaciones y salir a interactuar con el mundo.
Cuándo alza la
mirada y percibe un ritmo diferente en su firmamento sabe que por fin podrá
moverse, podrá hacer, podrá ser. Por su
condición él tiene tiempo, cosas como la calma, el ascetismo o la muerte, no le
interesan. Solo cuándo logra surgir las horas le son insuficientes, pues aunque
muchos quieran creerlo, ninguna lluvia cae por siempre.
Por eso sale impaciente
a recorrer el mundo, está desesperado por conocer personas, ver lugares,
moverse, desesperado por verse vivo. Pero lo que más ansía es sentir. Sentir de
verdad un aroma o un rumor, un momento, quizás hasta un roce. Lleno de fe comienza su campaña, recorre las
calles por emociones, camina y camina contra cada gota que cae. Inseguro pero
ilusionado busca quién finalmente le haga sentir, pero para eso las gotas de
lluvia son muy pocas.
Él se mantiene siempre optimista, sin embargo
la superficie es un mundo negro y lúgubre, la lluvia, lo que para él es la
única alegría representa desolación para todos. La gente no quiere verlo, los sentimientos huyen de él, la ciudad le da
la espalda, los paraguas son muy grandes para ver, los techos muy resistentes
para oír y los abrigos muy anchos para tocar. Finalmente puede trasladarse,
pero no moverse. Nadie puede sentir la lluvia con él.
Al final
escampa, siempre escampa y él decepcionado nuevamente tiene que volver a su
condena.
Ese es el
destino del lúpulo del río, obligado a quedarse quieto en una realidad de
cambio que va más allá de él y cuándo finalmente puede librarse de esa
condición, aunque sea por un momento, se
encuentra con un mundo triste dónde no lo ven, dónde no lo entienden, dónde no
logra encontrar nada ni nadie que le haga sentir.
Ese es el
destino del lúpulo del río, tan parecido al nuestro.
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